Muchas veces se ha
debatido la cuestión de qué le convierte a uno en escritor. Hay
quien opina que escritor es el que se gana la vida escribiendo
(porque tú puedes arreglar el grifo de la cocina en un momento dado,
pero eso no te convierte en fontanero), quien dice que escritor es el
que vende muchos libros y tiene muchos lectores (porque si no enseñas
tu trabajo o nadie te conoce no puedes ni siquiera soñar con ganarte
la vida con lo que haces), quien argumenta que escritor es el que
conoce las técnicas y las emplea correctamente (porque si escribes
con faltas de ortografía, te repites, no sabes usar las comas,
redactas como un niño de diez años, cambias de tiempo verbal sin
orden ni concierto y conoces menos sinónimos que yo nombres de
jugadores de fútbol no puedes pretender colocarte la etiqueta de
escritor). Porque todo el mundo sabe escribir, menos los que nunca
pudieron ir a la escuela, claro, pero no es lo mismo escribir que
redactar, o que narrar, o que transmitir.
Te diré, y no me
ruborizo al confesarlo en voz alta, que yo soy de las que piensan que
hacer las cosas mal no es motivo de orgullo y que nadie debería
alardear de su mediocridad. Que te gusta escribir, vale, escribe,
pero no me sueltes perlitas del tipo «Hola amigos he publicada mi
novela en amazon, comprarla que a penas cuesta un euro y te va a
encantar. Bicos» y pretendas que te tome en serio. A ver, si no
conoces la coma del vocativo, la diferencia entre el imperativo y el
infinitivo, la coma explicativa, la grafía correcta de la palabra «apenas», se te escapa una errata al teclear y no la ves porque
no has revisado el texto antes de publicarlo, no distingues el
singular del plural, y me mandas «bicos» en lugar de besicos,
ejem... no tengo más que añadir, señoría. Insisto, todo el mundo
sabe escribir (menos los que nunca pudieron ir a la escuela, claro),
algunos mejor que otros, pero (y me repito a propósito) no es lo
mismo un «Me gusta escribir» que un «Soy escritor».
A mí me gusta dibujar,
y no se me da mal, pero nunca diría que soy dibujante, porque no me
dedico a ello, no conozco las técnicas y no tengo intenciones de
aprender a hacerlo mejor. Me gusta dibujar, pero no soy dibujante. Y
no pasa nada.
Que podemos debatir
durante semanas y quizá nunca nos pondríamos de acuerdo, bueno, mi
opinión no es verdad universal y no estoy aquí para discutir sobre
sueños, egos y etiquetas. También soy de las que piensan que, si
tienes un sueño, debes luchar para hacerlo realidad. Pero siendo
consciente, por favor, que hay diferencias entre sueños, hobbies,
anhelos y aptitudes. Ya, aptitud no es sinónimo de las otras, pero
está (o debería estar) relacionada con ellas, pues si no sirves
para una cosa empeñarte en hacerla es, más que luchar por tu sueño,
una pérdida de tiempo y de energías. Porque podrías emplear ese
esfuerzo en hacer algo para lo que sí estás capacitado.
Yo no puedo colgarme la
etiqueta de escritora, porque no me gano la vida escribiendo. Lo que
paga la hipoteca y da de comer a mis gatos es la hostelería. Sirvo
mesas, ergo soy camarera. Pero escribo. A ratos. Y hay relatos míos
publicados en una docena de antologías, aunque eso no me convierte
en escritora, porque no me han pagado por ellos y tampoco tengo
muchos lectores. Aunque las opiniones de los que tengo servirían
para inflarle el ego a cualquiera. Yo no tengo ego. Tengo una
necesidad. Necesito escribir. Y escribo, a ratos. También tengo
cientos de historias en la cabeza, y a veces las dejo salir, y a
veces incluso (¿ves la repetición intencionada?) las termino. Pero
ahí están, cogiendo polvo en un cajón en lugar de buscando
editorial o probando suerte en amazon, porque más poderoso que mi
sueño de ganarme la vida con la escritura es la necesidad de
escribir. Y llevo mucho tiempo sin poder hacerlo. Aunque a ratos
escribo. Supongo que porque, a pesar de que no siempre creo en mí
misma, o pienso que a nadie le interesa lo que tengo que decir, o
siento que no tengo nada que contar, soy escritora.
Incluso con este bloqueo
que llevo años arrastrando, soy escritora.
Hablemos del bloqueo del
escritor, ¿sí? No te voy a explicar los motivos que me llevaron a
dejar de escribir, pero puede que tú hayas pasado por etapas
complicadas a lo largo de tu vida que te han mantenido apartado de
eso que te da la vida. Problemas personales, una enfermedad,
depresión, falta de tiempo o de motivación... A todo el mundo le
han roto el corazón alguna vez y ha pensado que jamás podría
volver a enamorarse, ¿verdad? Y casi todo el mundo consigue superar
el bache y descubre que su corazón sigue funcionando y, voilà,
pareja al canto. Quizás es un mal ejemplo, aunque creo que es
acertado, porque escribir es algo que te nace del corazón, y es
necesidad de comunicarse y de compartir, y es un acto de amor, pues
en tus textos dejas una parte de tu alma, un fragmento de tus
vivencias, un anhelo o un pesar. Bien, pues en mi caso es como si
sintiera que el corazón no volverá a funcionarme jamás, y después
de tantos años ahí sigue el maldito bloqueo, impidiéndome hacer
algo que me gusta, para lo que valgo, que me llena, que necesito
tanto como el aire para respirar.
A lo largo de los
últimos cuatro años he intentado vencerlo con todas mis fuerzas
(miento, con la mitad de mis fuerzas, mi voluntad es débil y mi
miedo demasiado grande). Quince relatos y una novela deberían ser
más que prueba de que lo he conseguido. Sin embargo, no logro
escribir como en los viejos tiempos, con la soltura y la naturalidad
y la velocidad con las que lo hacía veinte años atrás. Y, ante mi
frustración, me desmotivo y vuelvo a dejar de escribir. Y sigo
llamándolo bloqueo.
Pero ¿qué es el
bloqueo en realidad?
He leído varios
¿libros, manuales, folletos? que tratan el tema del bloqueo y que
pretenden ayudar al escritor a superarlo. Y ¿sabes una cosa? Ninguno
me ha enseñado nada que no supiera. Cientos de consejos sobre
planificación de escenas o de capítulos, estructura, personajes,
hábitos, inspiración, técnicas, blablabla, al final lo único que
he sacado en claro es que el bloqueo no es más que una forma de
llamar a cosas menos agradables como el miedo, la inseguridad, la
desmotivación y la falta de voluntad o de constancia, si es que no
son la misma cosa. No hay bloqueo, hay falta de ganas, falta de
tiempo, falta de fe... o simplemente pereza.
Pero si quieres,
encuentras tiempo para escribir. Si quieres, te olvidas del resto del
mundo y escribes para ti, y recuperas la fe en ti mismo, y con la
seguridad vuelve la inspiración, y con esta la ilusión, y no
necesitas más motivación que seguir escribiendo, porque escribir es
lo que te hace más feliz en el mundo.
Este año he escrito muy
poco. He abierto tres archivos de tres historias distintas, les he
dado un empujoncito y las he dejado de nuevo inconclusas. He escrito
tres relatos. He leído. He corregido. He pasado infinidad de tardes
viendo la misma película una y otra vez mientras jugaba a algún
juego de esos de pasar el rato/perder el tiempo. He procrastinado
muchísimo. Porque tengo un bloqueo, sabes, y no puedo escribir. No
puedo escribir porque tengo varias historias empezadas y no sé por
cuál decidirme. No me decido por ninguna porque tengo miedo. Temo no
estar a la altura de mí misma, temo que no le interesen a nadie,
temo que si las dejo fluir cobren vida y se desarrollen de forma
distinta a como las había imaginado, y entonces no sepa cómo
seguirlas. Tengo un millón de excusas para no ponerme a escribir. Y,
puesto que nunca me pongo, no escribo. Salvo a ratos.
Julio fue un mes de leer
mucho. También de crear, aunque no de forma consciente ni
intencionada. Ya sabes, estoy buscando el modo de volver a casa, a
Thèramon, así que siempre estoy buscando dragones. Y, mira tú por
dónde, los dragones me encontraron mientras leía (no te lo vas a
creer) romántica juvenil y romántica paranormal. La historia debió
decidir que quería que la contara, porque el último día de ese mes
me encontré frente a un cuaderno abierto por una página en blanco,
con un bolígrafo en la mano, como en los viejos tiempos, y tras dos
horas de practicar escritura automática me vi leyendo algo parecido
a un resumen de seis páginas. Y entonces tomé una decisión.
Y empecé lo que llamé
Reto de agosto.
El reto consistía en
escribir todos los días. Escribir lo que fuera, si era una historia
mejor, pero si sólo salían párrafos sin sentido también me valía.
Porque la única forma de coger el ritmo es practicando. Como cuando
empiezas y vas buscando tu estilo, y no escribes pensando en posibles
lectores sino en soltarte y coger confianza y luego velocidad.
Comunicarme, después de meses de no responder mensajes ni dejar un
Nanit en mi muro de Facebook. Recuperar un hábito y dejar de
procrastinar. Mantenerme alejada de textos ajenos que necesitaran
corrección, y también (y sobre todo) de juegos tontos y de excusas
que no me llevan a ninguna parte excepto a la frustración y a la
desidia que alimenta al falso bloqueo. Volver a sentir esa ilusión
que me motiva a querer seguir escribiendo, y esa felicidad que me
embarga cuando lo hago. Experimentar con distintas voces, con varios
tiempos verbales, borrar si era necesario (lo que duele borrar
párrafos enteros que te encantan, ay), reescribir, escribir de cero.
Dejar un capítulo inacabado y ponerme con otro diferente para no
quedarme estancada y volver al mismo círculo vicioso (no sé cómo
seguir, no puedo seguir), escribir la misma escena varias veces
porque te gusta tanto esa escena que disfrutas dándole vueltas,
parar cuando viera que empezaba a darle demasiadas vueltas y eso me
llevaba a bloquearme otra vez. Y dejar cada noche una prueba en mi
muro de Facebook, pues parece que cuando te planteas un reto resulta
más fácil cumplirlo si hay al menos una persona que cree en ti y
que espera que le digas que sigues adelante y que hoy también lo has
hecho, aunque esa persona seas tú mismo.
Bien, pues durante todo
el mes de agosto he estado escribiendo. Algunos días mucho, otros
muy poco para mi gusto. Pero he adquirido una rutina y no he
procrastinado ni un solo día. Ni pasatiempos ni excusas. Lo cual me
lleva a afirmar que el único truco/remedio para superar el bloqueo
del escritor es escribir.
Empecé el reto
planificando, y lo termino con una reflexión. No estoy muy
inspirada, pero eso es lo de menos, porque esto va precisamente de
escribir incluso cuando crees que no tienes nada que contar.
Te presento a Zelda y a
Theon, los dos protagonistas de esa historia que he estado
escribiendo durante un mes. Ahora mismo los tengo a punto de salir de
un bosque en el que cada uno ha entrado por un motivo. Ella,
persiguiendo a algo que cree un dragón; él, huyendo de unos chicos
mayores que quieren pegarle. No te voy a contar cómo se han
encontrado ni de qué han hablado, ni cómo han llegado a este
momento en el que están a punto de ponerse a discutir. Sólo te voy
a dejar dos frases, porque creo que resumen muy bien lo que intento
decirte en esta entrada:
—Yo no
persigo quimeras, princesa de Hyrule —le soltó casi sin pensar,
porque a lo largo de su paseo pincharla se había convertido en algo
natural.
Zelda tomó
aquella respuesta espontánea e inocente como un ataque, y reaccionó
poniéndose a la defensiva.
—Quien
nada persigue, de algo huye. Sabiduría hopi. (…) Buena suerte,
Theon Reynolds. Un día quizá descubras que, a veces, caminar detrás
de una fantasía requiere más valor que correr delante de un
espejismo.
Correr
delante de tus miedos no te va a llevar a ningún lado, así que
camina en pos de tu sueño.
Camina
aunque sea a pasitos cortos.
Camina cada
día.
Camina
hasta que ya no te duelan los pies, hasta que ya no sientas las
agujetas, hasta que lo hagas por inercia, de forma mecánica, y
descubras que te sientes más sano, más fuerte y más confiado.
Hasta que te sientas preparado para empezar a correr. Cuando eso
ocurra, te darás cuenta de que no necesitas correr para dejar tus
miedos atrás, porque ya no habrá miedos de los que huir.
Pero sé
constante. Porque si tu voluntad no es fuerte, en cuanto te pares
corres el riesgo de quedarte estancado de nuevo. Y arrancar es lo más
difícil.
No sé, proponte un reto.