Como norma, el día 31 de
diciembre siempre vengo a hacer una especie de balance de lo que ha
sido el año en cuanto a lo literario. Este último 31 de diciembre,
sin embargo, me salté la tradición. En parte se debió a que no
tenía gran cosa que contar: tres relatos publicados, dos
presentaciones, un mes de escritura a tope después de varios de
escribir sólo a ratos, y una nueva novela inconclusa que sumar a las
muchas que ya tengo empezadas y abandonadas (temporalmente, ejem). En
parte, a la pereza que ha sido la constante que marcó 2017,
provocada por una mezcla de desmotivación y de desidia más que de
inseguridad o de dudas. Ya sabes, pensar que si no tengo nada bonito
que transmitir, o nada interesante que comentar, o nada nuevo que
compartir, para qué voy a ponerme a teclear. Pero sobre todo fue
porque no llegué a tiempo. Ya sabes que ese día es mi cumpleaños,
y lo normal es que llegue a casa después del trabajo y me siente
delante del ordenador a leer y responder felicitaciones antes de
abrir el procesador de textos y dedicar una hora a reflexionar sobre
lo que he hecho (y a lamentarme y frustrarme por lo que no he hecho)
y a escribir una lista de buenos propósitos para el año entrante.
Bien, en esta ocasión mi cumpleaños cayó en domingo, y aproveché
que no tenía que ir a trabajar para salir a comer con mi mejor
amiga, a la que veo muy poco porque trabaja en Barcelona pero con la
que adoro conversar y cuya compañía disfruto muchísimo cuando por
fin coincidimos y quedamos para echar un rato y tomar un café. Y fue
genial, por una vez no pasar mi cumpleaños sola. Pero ya era tarde
cuando volví a casa, y responder a todas las felicitaciones que
había recibido vía Facebook, Messenger y WhatsApp (además de una
larguísima conversación telefónica con mi hermana, a la que adoro
porque me quiere y cree en mí a pesar de que no merezco ni lo uno ni
lo otro) me tuvo tan entretenida que ni miré el reloj, y cuando me
quise dar cuenta eran las doce y dos minutos, no me había comido las
uvas y había empezado el año sin escribir una entrada para el blog
y sin hacerme ningún buen propósito. Y en ese momento me dije:
Bueno, quizá sea lo mejor; el año pasado me propuse escribir mucho
y dejarme de excusas y terminar al menos una novela, y no he cumplido
nada de ello, así que si este año no me lo propongo puede que
llegue a hacer algo de lo que me sienta orgullosa. O, cuando menos,
no me sentiré frustrada por no haber cumplido lo que me propuse.
Creo que tenía más fe en lo segundo. (Y no tengo remedio,
lalala...).
(Ahora es cuando mi
hermana me diría: ¿Colleja? Lalala...).
No, no necesito una
colleja. O sí, pero no mucho más que un abrazo. Porque, ya sabes,
el amor es la fuente de toda creación, y lo que me hace sentarme a
crear historias no es el sentimiento de culpa, es sentirme arropada y
necesaria para alguien. Pero, claro, arrancar es lo más difícil,
sobre todo cuando llevo meses sin escribir ni una mísera línea.
Cosa que hago con demasiada frecuencia. Lo de dejar pasar el tiempo
poniéndome excusas para no hacer eso que tanto me llena y me da la
vida, digo. Va a ser que hay algo que no funciona bien en mi cabeza,
porque no se puede ser más idiota. Antonia dice que soy muuuuy burra
y que es una lástima lo que se están perdiendo los lectores por
culpa de mi mala cabeza. Sé que tiene razón. Y sé que llegará el
día en que dejaré de ser tan tonta y le daré una patada a la
pereza, a la desidia y a la desmotivación y todas esas historias que
esperan, inacabadas, en su correspondiente carpeta se contarán ellas
mismas a través de mis dedos sobre el teclado. Sí, lo harán en
cuanto las deje fluir. Lo sé porque lo he comprobado: cuando se lo
permito, salen sin problemas. Porque quieren ver la luz. Porque están
vivas.
Esta entrada es para mi
hermana. Y también para Antonia, y para Mayte, y para Carlos, y para
Ana. Y para todas aquellas personas que creen en mí. Para ellas, que
están convencidas de que tengo muchas cosas que contar, y de que en
cuanto me deje de excusas y me ponga en serio frente al teclado y
deje que las palabras fluyan seré capaz de escribir historias
emocionantes y maravillosas. Para las poquísimas personas que han
leído las primeras setenta páginas de —llamémosla— Imagina
Dragones y han jurado darme una paliza si no sigo escribiéndola.
Para las —aún muchas— que todavía esperan una Historia de
Thèramon completa. Para decirles que, a pesar de que no merezco su
fe ni su apoyo, es su fe y su apoyo lo que me ayuda a no rendirme. Y,
puesto que no hay mejor modo de dar las gracias que demostrando, en
mi caso escribiendo, hoy escribo estas líneas a modo de
calentamiento. Porque por algún sitio tengo que empezar, si debo
calentar motores antes de empezar a correr. Aunque mi carrera siempre
sea a pasitos cortos y espaciados.
Y ya está, Bea; no has
dicho nada interesante, no has compartido ninguna novedad y no has
transmitido nada hermoso, pero te estás comunicando, que es un
comienzo, y (¿lo ves, so boba?) cuando empiezas a teclear las
palabras salen sin problemas. A ver si consigues no olvidarlo.