domingo, 15 de mayo de 2022

Todo tiene su momento.

No sé si sigues por aquí. Ha pasado mucho tiempo desde mi última visita a este lugar, y aún mucho más desde que contaba cosas que podrían resultarte interesantes. Y no me refiero a novedades literarias, aunque sé que esas siempre te han alegrado. Hablo de cosas importantes como el deseo, la esperanza, el entusiasmo y la fe. ¿Recuerdas los primeros años de vida de mi primer blog? Hablo de Historias de Thèramon, donde nos conocimos. Qué abandonadito lo tengo, dioses, y qué tristeza siento al pensar en aquellos días, cuando recorríamos juntos un camino lleno de baches convencidos de que nos iba a llevar a un destino fantástico. No sé si eres uno de los compañeros de viaje que cumplieron sus sueños y avanzaron o si, al igual que yo, perdiste la fe en algún momento y te detuviste en el arcén a recuperar fuerzas o a librar una batalla contra la Oscuridad. Sea como fuere, si nos conocimos allí, hace ya la friolera de once años, tal vez recordarás que entonces te dije que todo tiene su momento.

En otra vida, antes de que mi mundo se volviera del revés y aterrizara en este rincón de la blogosfera, solía decir lo siguiente: «Los sueños se cumplen cuando les llega el momento, pero hemos de ser constantes, trabajar por ellos y no perder la fe en nosotros mismos». En el año 2011, tras salir de una muy mala experiencia personal y reencontrarme con un espíritu afín que me recordó lo que yo había sido y lo que aún deseaba ser, recuperé el deseo y la fe que había perdido por el camino y fui lo bastante ingenua como para autoconvencerme de que el momento había llegado. Esa declaración de intenciones todavía aparece bajo la foto de mi avatar en el blog: «Los sueños se cumplen cuando les llega el momento. Y el momento es ahora».

Podía haberlo sido, de hecho, si no hubiera sido tan ignorante, porque tenía la constancia, la voluntad, el deseo, la fe y las herramientas necesarias para escribir una historia fantástica y maravillosa, y la ilusión para buscarle editorial o publicarla por mi cuenta. Pero me faltaba algo, no sé si llamarlo experiencia, tal vez decir sabiduría suene muy pretencioso. Si hubiera sido sabia entonces, no me habría lanzado a afirmar aquello con tanta alegría. Porque no era el momento. Porque no estaba preparada para cumplir esos sueños.

Once años después, y con varias nuevas experiencias malas en la mochila, he comprendido que ni el deseo, ni la fe, ni la constancia, ni el trabajo duro van a ayudarnos a cumplir nuestros sueños si no estamos preparados para vivirlos, o para recibir las recompensas. Porque, verás, a veces el momento llega cuando menos fuerte te sientes, cuando menos esperanzas tienes, cuando más jodido te encuentras. Cuando la mochila cargada de lastre psicológico y emocional pesa tanto que ya no tienes ni ánimos ni energías ni valor para seguir llevándola a cuestas. Cuando te hallas dentro de un túnel y no ves un resquicio de luz a lo lejos. Cuando has tocado fondo. Sí, a veces el momento llega cuando lo has perdido todo... y descubres que, puesto que ya no te queda nada que perder, ya no tienes miedo. Ni al futuro, ni a lo desconocido, ni a la Oscuridad, ni a la muerte. Ni a vivir.

Covid me enseñó que hoy estás y mañana quién sabe. Se llevó la esperanza, el entusiasmo, el deseo, las ganas, pero dejó una valiosa lección. No sé a ti, pero a mí me ayudó a cambiar tanto las prioridades como la forma de ver. El mundo, a mí misma. Los retos que culminaron con la publicación de Laudaner me hicieron comprender que no tenía un bloqueo literario, pero saber que las musas seguían activas y que yo conservaba las herramientas necesarias para seguir escribiendo no hizo que volviera a escribir. Lo he intentado desde entonces, lo he intentado varias veces, he empezado nuevas historias, he rescatado novelas viejas con la intención de limpiarles la carita para que pudieran ver la luz, he abierto los diversos archivos de Thèramon pensando que no podía avanzar con ninguna otra historia porque lo que mi corazón me pedía era que volviera a casa, junto a mis dragones. Incluso he intentado escribir a cuatro manos, esperando encontrar la motivación y la voluntad necesarias en la motivación y la voluntad de un compañero de letras.

Nada ha funcionado, porque el bloqueo seguía ahí. Uno no literario, insisto. Uno que me tenía dentro de un bucle destructivo del que no sabía cómo salir. Porque no tenía un destino, ningún lugar al que ir, porque ni siquiera veía el camino, porque no era valiente para dar el primer paso y crearlo. Porque a la Oscuridad interior contra la que llevo media vida luchando se había unido otra, externa, compuesta de varios colores que no surgían de mí pero que me contaminaban, borrando el rosa que me define, el que representa todo aquello que fui antes de empezar a vestirme de grises y negros, el rosa que identifico con la inocencia, la ternura, la belleza, la esperanza, los sueños, la fe, la libertad. Llevo muchos años rodeada de verdes ponzoñosos, de grises asfixiantes, de roja envidia, de dorada hipocresía, de negra malicia. Traté de rodearme de rosa, en un intento de conservar el poco que pudiera quedarme dentro: rosa en mi ropa, en mis complementos, en mis accesorios, en mi casa. Tuve un amigo que solía decirme que parecía la princesa chicle. Esto fue allá por 2012. Ya entonces las cosas estaban mal, ya entonces sabía que la Oscuridad que me estaba venciendo no se hallaba únicamente dentro de mi cabeza o de mi corazón.

En un intento de enfrentarme a aquella nueva Oscuridad, comencé a escribir una historia de terror apocalíptico en la que la protagonista se enfrentaba a dos tipos de monstruos, unos tangibles y otros metafóricos. A medida que esa historia iba creciendo, me di cuenta de que los monstruos que la acechaban tras las puertas cerradas eran la metáfora, y que la historia en sí se había convertido en una especie de papelera en la que arrojar toda la basura emocional que me mantenía bloqueada. Utilicé la narración en primera persona para vomitar rabia, bilis, indefensión y miedo, y situé a mi protagonista en el escenario que mejor conocía, y rodeada de los personajes que emitían aquellos colores que, mezclados entre sí, conformaban aquella otra Oscuridad que poco a poco iba consumiendo mi rosa interior. El proceso fue catártico, pero también fue traumático. Me costó tres años terminar esa historia porque la dejé aparcada muchas veces, la última durante un año entero. Siempre pongo corazón y alma cuando escribo, pero esta novela la escribí desde las entrañas. Era tan yo que me acojonaba, y tan metaficción que no podía sacarla a la luz. Porque los personajes descritos eran reales, y estaban deseando ponerle las garras encima para comprobar cómo los había caracterizado y hasta qué punto los odiaba (sigh).

Y esas personas que trasladé a mi ficción apocalíptica, a mi cubo de la basura emocional, no necesitaban motivos extra para seguir amargándome la existencia.

Desde 2012, las cosas han ido a peor. Mi lugar de trabajo dejó de ser mi segunda casa para convertirse en ese patio del colegio en el que los niños raritos, los diferentes, los incomprendidos, sufrimos en silencio el desprecio y el acoso de los populares, de los frustrados, de los mediocres y de los violentos. La publicación de Laudaner me dio un respiro, 2019 fue algo así como mis quince minutos de gloria y llegué a sentirme muy querida, pero no por mis compañeros de trabajo, sino por los clientes que consiguieron devolverme la fe en mí como persona (dado que todos compraron mi libro por el afecto que me tenían) y como escritora (pues todos los que lo leían venían a decirme que les había maravillado). De este éxito a pequeña escala te hablaré otro día, así como de la decisión que he tomado respecto a la novela de la que te estoy hablando. Antes de presentártela de forma oficial quiero acabar esta explicación o reflexión o lo que sea, porque necesito terminar de cerrar una puerta antes de volver al camino y ponerme en movimiento. Rumbo a Thèramon, o eso espero.

A lo que iba. Tras un año de entusiasmo desmedido que no supe dosificar, que me desbordó y me dejó vacía con la llegada de Covid, con el confinamiento, el cierre de la hostelería que me tuvo incomunicada tres meses, las posteriores restricciones que convirtieron la vuelta al trabajo en una montaña rusa de emociones que no supe gestionar, pues tan pronto me hallaba entusiasmada por volver a ver las sonrisas que me motivaban como desmoralizada al verme tratada como si fuera el último mono de la empresa, agobiada por la falta de trabajo (cuando sólo nos permitían servir comida para llevar) o por el exceso (cuando por fin nos permitieron abrir al público y tuve que hacer mi parte y la de las compañeras que todavía estaban en el erte), me vi de nuevo convertida en blanco (más que de costumbre) de las frustraciones de unos, de la desidia de otros, de la mala folla de los tóxicos, aguantando gritos, menosprecio, bullying o mobbing o maltrato sin más, temiendo y a la vez deseando que me echaran, pues su forma de tratarme era indicador de que no me querían allí, dudando de que llegaran a hacerlo después de quince años en la empresa, cayendo poco a poco en una depresión que me mantenía dentro de ese bucle autodestructivo, anclada en mi zona de confort que era de todo menos confortable, convertido mi dragón interior en una mera lagartija, más hundida de lo que había estado durante lo que llamo los Años Oscuros, de nuevo sin sentirme viva y de pronto sin deseos de vivir.

Y no podía pedir ayuda, porque no sabía, porque no tenía a quién pedírsela, porque estaba tan bloqueada que ni siquiera podía hablar de cómo me sentía.

Mi cuerpo habló por mí. Un dolor insoportable que comenzó de repente y que me tuvo cuatro días llorando (sí, yo, la que no llora nunca porque tiene un estreñimiento emocional, llorando de puro dolor) mientras seguía sirviendo mesas, dolor que no generó compasión entre mis jefes y mis compañeros, por cierto, me hizo decir «Hasta aquí he llegado, me largo de aquí». Que me estaba muriendo y que ya todo me daba igual, y así se lo comuniqué antes de irme a urgencias. Me dieron la baja, por supuesto. Y aproveché que estaba en la consulta de mi doctora para pedir ayuda, creo que por primera vez en mi vida. Porque puede que alguna vez haya pedido un favor para alguien, pero nunca he sabido pedir nada para mí. La doctora me envió al psicólogo.

Era una mujer mayor, me dio muy buena vibra desde el primer momento, me escuchó durante dos horas, hablé y lloré como hacía años que no podía hacer. Luego no volví a hablar. Permanecí en silencio mientras el cuerpo sanaba y la mente trabajaba para superar la ansiedad. Sin sentirme culpable por no poder trabajar, sin agobiarme por lo que pudieran pensar o decir de mí, sin frustrarme por no ser capaz de expresar cómo me sentía, sin forzarme a tomar una decisión mientras no me sintiera preparada. Mientras diferentes especialistas me hacían pruebas para localizar la causa del mal físico que me impedía volver a trabajar, seguí viendo a la psicóloga. Durante aquellas visitas ella habló y yo escuché, y aunque no me dijo nada que no supiera ya, sí que me ayudó a reorganizar mis prioridades. Descubrí que lejos de aquella Oscuridad tóxica la ansiedad desaparecía. Comprendí que no podría volver a comunicarme hasta que cerrara esa puerta y saliera del bucle. Supe que el momento se acercaba, y que esa pausa obligada era la oportunidad que el Cosmos me estaba dando para que me preparase. Debía curarme, y después ya estaría preparada.

Para enfrentarme al miedo, a la página en blanco, al futuro incierto. Para volver al camino. Para empezar a recibir todo lo bueno que me merezco. Para volver a brillar. Para volar por fin.

Un año después de aquello, habiendo aprendido ¡por fin! que yo soy lo más importante de mi vida y que la salud, tanto la física como la mental y la emocional, es más importante que un trabajo en el que no se te valora, no se te aprecia y no se te cuida por bueno que seas en lo que haces y por mucho que te dejes la piel y el alma en ello, he mantenido aquel «Hasta aquí he llegado» y me he marchado. Con miedo por el futuro incierto, pero sin miedo. Porque no sé dónde voy a estar mañana, y no voy a preocuparme ahora de eso. Porque nada puede ser peor que lo he he dejado atrás por fin. Porque al convertirme en mi prioridad me he dado un poder que no recordaba que me pertenecía, y ahora soy libre para ser yo misma, y soy fuerte para seguir adelante, incluso comenzando de nuevo, que no de cero. Pues ya no tengo lastre emocional en mi mochila, sino lecciones aprendidas. Porque ya no me queda nada que perder.

¿He vencido al miedo? ¿He vencido a la Oscuridad? No lo sé, no me preocupa mucho. He superado la ansiedad y la depresión, y después de un año prácticamente desconectada del mundo he sido capaz de volver a escribir desde las entrañas, una entrada para un blog que nadie va a leer, vale, pero he desbloqueado eso que me impedía enfrentarme a la página en blanco. Vuelvo a respirar, vuelvo a creer en mí, vuelvo a sentirme fuerte y ya no cargo una mochila llena de lastre a las espaldas. Ya puedo alzar el vuelo.

Ya puedo publicar esa novela. Ya no me importa cómo vayan a reaccionar sus protagonistas cuando la lean. Ya no pueden hacerme daño.

Si has llegado hasta aquí, quiero decirte que se puede salir de la depresión sin necesidad de pastillas. Que siempre vas a encontrar quien te escuche y quien te comprenda y quien te apoye si te atreves a pedir ayuda. Que debes pedir ayuda cuando no puedas seguir adelante tú solo. Que la salud mental es tan importante como la física. Que incluso con la crisis hay miles de puestos de trabajo, y que no debes tener miedo de dejar el que tienes si en él te sientes desgraciado. Que tú eres lo más importante de tu vida, y que debes cuidarte. Que debes amarte. Que debes respetarte y hacerte respetar. Que nadie tiene derecho a menospreciarte, ni a atacarte, ni a maltratarte, ni a hacerte sentir una mierda. Que mereces todo lo bueno, todo el amor y todo el éxito que seas capaz de soñar, y más aún. Que cuando comprendas esta gran verdad y la aceptes, estarás preparado para recibir todo lo bueno que mereces.

Todo ocurre a su debido momento. Todo llega cuando estamos preparados para recibirlo. No permitas que la Oscuridad te envuelva. La Oscuridad nos convierte en monstruos. Los que llevan dentro esa oscuridad son monstruos que devoran a los demás. Los que nos dejamos consumir por esa Oscuridad que nos rodea nos convertimos en monstruos que destruyen su propia alma. Lucha, por favor, y si no puedes vencer tú solo, pide ayuda. La muerte también llega a su debido momento; no mueras en vida, deja que los zombis se limiten a las historias de terror apocalíptico y vive.