Estaba volviendo a
ocurrir.
Al principio no hizo
caso, decidida como estaba a salir de ese ciclo que ya duraba
demasiado tiempo, y posó los dedos sobre las teclas con la esperanza
de que ese simple gesto sirviera para obrar el milagro. Pero sus
dedos no se movieron más allá de un ligero temblor, y al cabo de un
minuto los retiró y se los frotó en las palmas todavía secas.
«Puedo hacerlo», se dijo, «sólo tengo que creer en mí». Miró
la pantalla, el cursor parpadeaba en la esquina superior de la página
en blanco, esperando un destello de valor por su parte. Volvió a
acercar las manos al teclado, el temblor era muy leve, podía
ignorarlo. Visualizó la primera frase, se dispuso a escribirla.
Pasaron varios segundos, un minuto, cinco, y el cursor siguió
parpadeando, invitándola a que lo desplazara.
—Vamos, Bea —se dijo
en voz baja—. Que no eres nueva en esto, coño.
Inspiró hondo y soltó
el aire despacio, al hacerlo notó esa cosa en el estómago. No era
un nudo, no era una bola, no era nada. Sin embargo, iba creciendo por
momentos, y la experiencia le decía que si se empeñaba en seguir
intentándolo acabaría ahogándola. Cerró las manos y apoyó los
puños sobre su regazo. Sintió el temblor recorrer sus muslos,
apenas una vibración que iba subiendo por su vientre y que no
tardaría en reunirse con el nudo, la bola, la nada que crecía en la
boca del estómago. Intuyó la primera náusea.
El pánico se negaba a
ser ignorado.
Apretó los dientes con
más rabia que desesperación.
—Joder —masculló.
Apoyó los pies en el
suelo y la silla ergonómica rodó hacia atrás. Se levantó y se
alejó de la mesa, del ordenador, del cursor que la animaba y de la
página vacía que se burlaba de ella. Dio tres zancadas, el comedor
se convirtió en cocina, abrió la nevera y buscó la botella de
Cocacola, se sirvió un vaso. Con él en la mano, se dirigió a su
habitación.
Sentada en el borde de
la cama, se fumó un cigarrillo mientras bebía el refresco a
sorbitos. La cosa del estómago siguió ahí, pensó que tal vez
debería intentar ahogarla con ginebra, ya que el refresco solo no la
apaciguaba. Hizo una mueca de desdén hacia sí misma. Llevaba tantos
años sin beber una gota de alcohol que estaba segura de que incluso
una cerveza sin la dejaría inconsciente. Encendió otro cigarro y
volvió al comedor. El humo tampoco anestesiaba al miedo, como no
podía llenar el vacío de su pecho, pero en los viejos tiempos el
acto de fumar mientras escribía se había convertido en una
costumbre que el paso de los años no había conseguido desarraigar.
Qué ironía, que lo
hubiera perdido todo menos ese estúpido hábito.
Dejó el cigarrillo en
el cenicero y de nuevo posó los dedos sobre las teclas. Ahora el
temblor de sus manos era evidente. La cosa del estómago comenzó su
ascenso por el esófago, rumbo a la garganta. Volvió a tomar aire,
sintió que no recibía el suficiente. Se miró las manos
temblorosas, las palmas ligeramente húmedas, se llevó los dedos a
la garganta y comprobó que su corazón latía con demasiada fuerza.
Respiró despacio en un intento por ralentizar las pulsaciones. No
iba a funcionar, se estaba ahogando.
Al notar el primer
pinchazo en la sien, se apartó de la mesa con brusquedad. Las ruedas
de la silla recorrieron un metro escaso antes de que el sillón de
lectura las obligara a detenerse. Se puso en pie y abrió la puerta
que daba al balcón. Necesitaba aire.
Hubo un tiempo en el que
escribía con la misma naturalidad con la que respiraba. Ahora no era
capaz de hacer lo primero y lo segundo le costaba, aunque al menos
esto lo hacía por inercia pues seguía viva a pesar de que no se
sentía viva.
Apenas eran la seis y ya
era de noche. El frío de febrero la cogió desprevenida y regresó
al interior para buscar la bata. La había dejado encima de la cama.
Sonrió un poco al ver que Covent la había encontrado primero y
ahora dormía acurrucado sobre ella. Le dio pena moverlo y se sentó
a su lado. Aun a riesgo de despertarlo, le acarició la cabeza con
ternura.
Covent abrió los ojos y
la miró con aquellas pupilas redondas ribeteadas de oro que tanto
amaba.
—¿Qué me pasa, bebé?
—preguntó en voz alta. No esperaba una respuesta, desde luego.
Covent no era del tipo hablador—. ¿Por qué no puedo hacerlo? ¿A
qué le tengo tanto miedo?
Se sentía tan frustrada
que deseaba llorar, pero las lágrimas se negaban a salir al igual
que las palabras. Era como si hubiera perdido la capacidad para
expresarse.
Covent se irguió, se
desperezó y se subió a su regazo. Apoyó la cabezota peluda en el
pecho de su madre humana y comenzó a ronronear. Poco a poco, el
ataque de ansiedad remitió.
Veinte minutos después
Bea regresó al comedor, pero ya no dispuesta a seguir intentándolo
sino decidida a apagar el ordenador. «Lo lamento, melli, no puedo»,
pensó, y se sintió triste, y se sintió vacía. Era pronto para
acostarse, podía leer un rato, o corregir algo. En lugar de apagar
el equipo, cerró el procesador de textos y entró en Facebook. Tenía
dos mensajes sin leer; uno era de aquella mañana, Athman le enviaba
media docena de archivos para corregir, el otro era de Ana, lo había
recibido hacía diez minutos.
«Hola.
Ya he llegado.
¿Te apetece ir a tomar
algo?».
No le apetecía, esa era
la verdad. Acababa de beberse un vaso de refresco y la cosa del
estómago le iba a impedir ingerir nada; además, ya era de noche y
hacía frío, y la idea de vestirse y salir a la calle le daba una
pereza enorme. Si Ana hubiera propuesto ir a verla, le habría dicho
que sí sin dudar; pero hacía dos años que no subía a casa, desde
que descubrió que era alérgica al pelo de gato. Por eso siempre
quedaban fuera, en algún bar. Y era irónico que tuviera que ser
así, porque Bea se pasaba la mayor parte del día en el restaurante
y lo que menos deseaba al terminar de trabajar era meterse en otro
sitio lleno de gente y de ruido. Pensó en los relatos que le había
enviado Athman y estuvo a punto de utilizarlos como excusa para no
tener que moverse del sillón. Luego maldijo su propia pereza. No
tenía muchas ocasiones de ver a su amiga, porque trabajaba en
Barcelona y no bajaba a Lérida todos los fines de semana, y cuando
bajaba no siempre llegaba tan temprano como esa tarde, o tenía otros
planes con otros amigos. Haciendo cuentas, recordó que habían
pasado cinco semanas desde la última vez que fueron a merendar. Si
le decía que no por pereza, quién sabía cuándo podrían volver a
reunirse.
Tecleó una respuesta
afirmativa, apagó el ordenador y fue a su dormitorio a vestirse.
Media hora después se
sentaban a su mesa favorita del Guillermo. Hacía demasiado frío
para pasear.
Briggite se acercó a
ellas con una sonrisa, las saludó —«Hola, chicas», y esto les
encantaba, porque ya no eran precisamente jovencitas— y les
preguntó si tomarían lo de siempre. Y para qué cambiar cuando lo
conocido funciona y te aporta seguridad y bienestar. Mientras
esperaban sus bebidas, Ana le contó cómo iban las cosas en su
trabajo. Después le preguntó cómo le iba a ella.
Ana no era especialmente
habladora, en eso se parecía a Covent, y también en el hecho de que
su presencia siempre la reconfortaba. Era la primera amiga que había
hecho en esa ciudad y la única que se había quedado cerca cuando
todos los demás fueron desapareciendo. Siempre estaba ahí, incluso
cuando no estaba físicamente, y por ese motivo Bea le había dado
una copia de la llave de su casa a pesar de que en el trabajo le
dijeron que lo sensato era que la tuviera una de sus compañeras, por
si le pasaba cualquier cosa. No les dijo que, si le ocurría algo, no
deseaba que nadie que no fuera Ana tuviera acceso a sus cosas; no les
dijo que no confiaba en ninguna de ellas. No confiaba en casi nadie,
en realidad. En el trabajo guardaba las distancias tanto con sus
compañeras como con los clientes, y no permitía que nadie
traspasara la barrera invisible que había levantado hacía años
para protegerse del mundo. Ana era la única persona con la que se
sentía a salvo, y por eso nadie la conocía como ella, y con nadie
se atrevía a mostrarse tal cual era, sin corazas ni camisetas de
chica dura que ocultaran su vulnerabilidad y sus inseguridades.
Ana era la única a la
que podía confesarle que había vuelto a tener un ataque de pánico
y una crisis de ansiedad.
—Me han propuesto un
reto —le dijo mientras Ana untaba mayonesa en el pan de su
bratwurst.
Su amiga la miró un
segundo.
—¿Quién?
—Mellizo.
Ana asintió levemente,
en un gesto que parecía decir «Ya veo». Apoyó la cuchara con la
que había estado esparciendo la mayonesa en el borde del plato de
las patatas fritas y tapó su bocadillo.
—¿Qué tipo de reto?
—Quiere un relato mío.
—De nuevo ese gesto. «Ya veo». Bea esbozó una mueca que no
llegó a ser sonrisa y que parecía pedir disculpas—. Para una
antología.
Ana cogió su bratwurst
y lo mordió. La miró mientras masticaba.
—¿De qué va?
Con la boca llena, la
pregunta sonó a reproche. Bea se encogió de hombros.
—Bueno, ya sabes que
hemos hablado muchísimo durante los últimos meses, y supongo que en
alguno de los mensajes le dije, o él creyó entender, que no sé
decir que no a un reto, y pensó que si me proponía uno me animaría
a volver a escri...
—Que de qué va la
antología —la interrumpió Ana. Lo habría hecho antes, pero tenía
que tragar primero.
—Ah. —Bea emitió
una breve risita nerviosa—. De terror en familia.
—Pues escribe sobre
una cena navideña —sugirió Ana muy seria.
Esta vez Bea rió con
ganas. No era eso lo que tenía en mente, y se lo dijo.
Ana volvió a asentir
para sí. Si tenía otra cosa en mente, era que había aceptado
escribir ese relato, y el simple hecho de que se lo planteara ya era
una buena noticia. Ella había leído varias de sus novelas inéditas
y era una entusiasta seguidora de las Historias de Thèramon que Bea
había estado compartiendo en su blog durante todo 2011, y quería
más, pero desde lo de Jordi su amiga parecía haberse olvidado de
sus lectores y no había vuelto a escribir nada nuevo. La novela que
había publicado en septiembre del año anterior era una de las
inéditas que tenía guardadas en el cajón, y las valoraciones
positivas que había cosechado hasta el momento deberían haber sido
motivación suficiente para que la muy boba se dejara de excusas y
siguiera escribiendo sobre su mundo de dragones, sin embargo no la
habían hecho reaccionar. Tal vez necesitaba una colleja, pero una
propuesta como la que le había hecho Antonio podía ser incluso más
efectiva, y sin duda menos dolorosa.
—¿Y qué le has
respondido?
—Que no. —Bea agachó
la cabeza y clavó su mirada en el bratwurst que se había quedado en
el plato a medio comer—. Que no puedo.
Ana resopló de forma
imperceptible.
—¿Y él qué ha
dicho?
Bea alzó la cabeza, la
miró a los ojos, desvió la mirada e inspiró hondo.
—«Claro que puedes,
Melliza. Yo creo en ti».
Ana gritó un «Olé»
dentro de su cabeza. Había conocido a Antonio en la Expocon de
Zaragoza el pasado septiembre y se había llevado una buena
impresión. Ahora le caía incluso mejor.
—Y ya has empezado ese
relato, supongo.
—Eh... no.
—¿Cómo que no?
Acabas de decir que tenías una idea de lo que querías contar.
No lo había dicho con
esas palabras, pero no importaba. Ambas sabían que lo había dicho.
Bea le habló entonces
de su idea. La describió con tanta precisión que a Ana le resultaba
imposible creer que no la tuviera ya escrita. También le maravilló
el hecho de que, pese a que afirmaba que no podía escribir, la terca
de su amiga se hubiera decantado por hacer un fanfic de la obra de
Lovecraft. Así, con dos cojones.
—Vale, a ver: tienes
la idea clara, has aceptado el reto y tu mellizo tiene fe en ti, y
¿cómo es eso que dicen en Thèramon, que la fe es la fuente de la
creación?
—El amor es la fuente
de toda creación —la corrigió Bea de forma automática—, y la
fe es la fuente de todo poder.
—Así que si amas y
crees...
—Pero ya no creo, Ana,
no creo en nada. Ni en el amor, ni en la magia, ni en las personas,
ni en mí misma.
—Así que ni siquiera
lo has intentado —la acusó su amiga.
—Lo he intentado
—aseguró Bea—. Te lo juro, llevo días intentándolo. Pero
cuando me pongo al teclado me entra el pánico y me dan ataques de
ansiedad...
Le explicó cómo se
sentía cuando se enfrentaba a la hoja en blanco e intentaba ser más
fuerte que el miedo. No sin vergüenza, acabó confesando que era un
fraude y que lo mejor que podía hacer, por su salud mental, era
olvidarse de la escritura. Ana suspiró y apuró su refresco. Estaba
luchando contra el impulso de darle esa colleja.
—Tu mellizo cree en
ti. Los lectores de tu blog creen en ti. Los que han leído tu novela
y te han dejado ese montón de estrellitas en Amazon creen en ti.
Puñetas, esa novela se coló en el top cien de los más vendidos el
primer día, y acaba de recibir un premio de una web de literatura
romántica —le recordó con orgullo de mejor amiga—. Pero tú
prefieres creer que no sirves para esto y tirar la toalla. Pues, para
que lo sepas, no eres un fraude, eres imbécil. Y te diría cosas
peores, pero me las callo porque te aprecio aunque no te lo diga
porque yo no soy de las que dicen ese tipo de cosas.
Bea esbozó una
sonrisilla.
—Jodida capricornio
fría e insensible —la atacó.
—Jodida capricornio
terca e insegura —le devolvió Ana el cumplido.
Rieron juntas.
—Lo que más me flipa
es que, para ser que normalmente hay que sacarte las palabras con
sacacorchos, acabas de dar un discurso —dijo luego Bea, y su
sorpresa era auténtica.
—Bueno, tenía que
dejar de pensar en la colleja que estaba a punto de darte.
Bea sintió ganas de
abrazarla. No lo hizo, no obstante, pues estaba en su naturaleza
reprimir cualquier muestra física de afecto.
—Lo paso muy mal
cuando me da el pánico y me vence la ansiedad —dijo después, y
por un momento pareció una niña muy pequeña y no la mujer de
cuarenta años que era.
—¿Y recuerdas cómo
te sientes cuando las palabras fluyen y creas mundos?
La expresión desvalida
de Bea se transformó en una de auténtico júbilo, todo sonrisa
soñadora y ojos brillantes. Esa expresión decía a gritos que amaba
escribir por encima de todas las cosas, y que jamás podría
renunciar a ello, aunque le costara toda una vida volver a hacerlo
con la naturalidad y la pasión de los viejos tiempos.
—Exacto —dijo Ana, y
se remangó para mirar su reloj; no eran las nueve y media todavía,
pero Bea trabajaba al día siguiente y se acercaban a su hora de irse
a la cama. Además, el local empezaba a llenarse, algo que incomodaba
a ambas. Le hizo un gesto con la cabeza, Bea asintió y ambas se
pusieron en pie—. Dile a tu mellizo que aceptas el reto. Dile que
lo harás, y no tendrás más opción que hacerlo, con o sin pánico.
Podrás ser una boba llena de inseguridad y de excusas, pero jamás
has faltado a tu palabra ni has dejado una promesa sin cumplir.
Se acercaron a la barra
para pagar. Le tocaba a Ana. Guillermo levantó la vista de la
plancha y las despidió con una sonrisa. Salieron al frío de la
noche. Caminaron en silencio hasta la esquina en la que se habían
encontrado, se despidieron con un abrazo y Bea susurró «Gracias»
antes de enfilar su calle. Ana sonrió mientras la seguía con la
mirada, esperó hasta que alcanzó su portal y por fin echó a andar
calle arriba.
Cuando llegó a casa, le
mandó un mensaje al WhatsApp:
«Ya en casa.
Descansa.
Yo creo en ti».
Tras leerlo, Bea abrió
la aplicación de Facebook y le mandó un mensaje a Antonio:
«Mellizo, voy a darte
el mejor relato de la antología. Abrazo. TQ».
Cuatro días después,
el relato estaba en marcha.
 |
Este fue el relato, por cierto. Quizá no el mejor de la antología, pero sin duda un relato maravilloso (a mi juicio y al de los que lo leyeron en su día) |
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