martes, 24 de junio de 2025

Usar la metaficción para enfrentarte a tus demonios

Anoche (víspera de Sant Joan) encendí una hoguera y eché en ella las excusas, las dudas, los miedos, la pereza y lo que sea que me lleva a procrastinar para evitarme la ansiedad que me produce enfrentarme a la página en blanco. Los eché ahí para que se quemaran, con el deseo de volver a escribir ardiendo en mi corazón.

Claro, el deseo por sí mismo no basta. Para que los deseos se cumplan, tienes que poner de tu parte. O sea, actuar. En mi caso: escribir.

Qué fácil es decirlo. Qué fácil aconsejar, alentar, incluso exigir que te dejes de excusas y teclees, aunque no sepas qué contar, cuando ignoras lo que se siente al enfrentarse a la página en blanco después de tantos años de silencio y de intentos frustrados. Pues cuenta lo que sientes, me han dicho más de una vez. Y lo hago, con menor o mayor acierto, en mis post diarios (el reto del que te he hablado, ese que llevo a cabo en Facebook). Pero nunca es nada literario, y nunca es suficiente.

A veces, sin embargo, abro el procesador de textos y cuento lo que siento. Y cuento cómo me siento. Lo hago poniéndome en la piel del personaje principal de una historia. Siendo yo el personaje, en realidad. Usar la metaficción para enfrentarte a tus demonios, o a modo de terapia. Funcionó con Voy a ser leyenda, así que ¿por qué no hacerlo de nuevo?

Desde 2016 he estado intentando volver a escribir historias largas. He escrito muchos primeros capítulos (y varios segundos y terceros y cuartos...) para historias que puede que nunca llegue a completar. No es que me falte imaginación, o inspiración. Pero ahora mismo tengo tantas novelas a medias que me resulta imposible elegir una para continuar escribiendo. Llevo años así, de hecho, por eso tengo tantas empezadas: como no sabía cuál elegir, empezaba otra. Escribía durante unas semanas, o unos meses, y luego, por diversos motivos (básicamente, esa depresión de la que ya te he hablado) lo dejaba, y la siguiente vez que lo intentaba, en lugar de seguir con esa historia, empezaba una nueva.

Mal hábito. Y decir que al menos lo intentaba no me sirve de consuelo, ni de aliciente.

En 2020 encendí el ordenador, abrí el procesador de textos y le dije a mi yo del pasado que me contara cómo se sentía. Mi yo de 2014 me habló a través de mis dedos en el teclado. Y lo que me contó es lo que te muestro hoy. En esa ocasión sí fue un texto literario. Y hoy, que he decidido que el deseo no es suficiente y que ya es hora de pasar a la acción, lo he rescatado y lo he traído a mi rincón de la blogosfera para recordarme a mí misma que lo que hice una vez puedo volver a hacerlo.

Es un poco largo, pero es bastante bueno. Así que, si me lees en Facebook, donde no cuento nada realmente interesante, confío en que lo leerás hasta el final. Espero que lo disfrutes. Puedes comentar, si quieres.


El primer reto. Febrero de 2014

Estaba volviendo a ocurrir.
    Al principio no hizo caso, decidida como estaba a salir de ese ciclo que ya duraba demasiado tiempo, y posó los dedos sobre las teclas con la esperanza de que ese simple gesto sirviera para obrar el milagro. Pero sus dedos no se movieron más allá de un ligero temblor, y al cabo de un minuto los retiró y se los frotó en las palmas todavía secas. «Puedo hacerlo», se dijo, «sólo tengo que creer en mí». Miró la pantalla, el cursor parpadeaba en la esquina superior de la página en blanco, esperando un destello de valor por su parte. Volvió a acercar las manos al teclado, el temblor era muy leve, podía ignorarlo. Visualizó la primera frase, se dispuso a escribirla. Pasaron varios segundos, un minuto, cinco, y el cursor siguió parpadeando, invitándola a que lo desplazara.
    —Vamos, Bea —se dijo en voz baja—. Que no eres nueva en esto, coño.
    Inspiró hondo y soltó el aire despacio, al hacerlo notó esa cosa en el estómago. No era un nudo, no era una bola, no era nada. Sin embargo, iba creciendo por momentos, y la experiencia le decía que si se empeñaba en seguir intentándolo acabaría ahogándola. Cerró las manos y apoyó los puños sobre su regazo. Sintió el temblor recorrer sus muslos, apenas una vibración que iba subiendo por su vientre y que no tardaría en reunirse con el nudo, la bola, la nada que crecía en la boca del estómago. Intuyó la primera náusea.
    El pánico se negaba a ser ignorado.
    Apretó los dientes con más rabia que desesperación.
    —Joder —masculló.
    Apoyó los pies en el suelo y la silla ergonómica rodó hacia atrás. Se levantó y se alejó de la mesa, del ordenador, del cursor que la animaba y de la página vacía que se burlaba de ella. Dio tres zancadas, el comedor se convirtió en cocina, abrió la nevera y buscó la botella de Cocacola, se sirvió un vaso. Con él en la mano, se dirigió a su habitación.
    Sentada en el borde de la cama, se fumó un cigarrillo mientras bebía el refresco a sorbitos. La cosa del estómago siguió ahí, pensó que tal vez debería intentar ahogarla con ginebra, ya que el refresco solo no la apaciguaba. Hizo una mueca de desdén hacia sí misma. Llevaba tantos años sin beber una gota de alcohol que estaba segura de que incluso una cerveza sin la dejaría inconsciente. Encendió otro cigarro y volvió al comedor. El humo tampoco anestesiaba al miedo, como no podía llenar el vacío de su pecho, pero en los viejos tiempos el acto de fumar mientras escribía se había convertido en una costumbre que el paso de los años no había conseguido desarraigar.
    Qué ironía, que lo hubiera perdido todo menos ese estúpido hábito.
    Dejó el cigarrillo en el cenicero y de nuevo posó los dedos sobre las teclas. Ahora el temblor de sus manos era evidente. La cosa del estómago comenzó su ascenso por el esófago, rumbo a la garganta. Volvió a tomar aire, sintió que no recibía el suficiente. Se miró las manos temblorosas, las palmas ligeramente húmedas, se llevó los dedos a la garganta y comprobó que su corazón latía con demasiada fuerza. Respiró despacio en un intento por ralentizar las pulsaciones. No iba a funcionar, se estaba ahogando.
    Al notar el primer pinchazo en la sien, se apartó de la mesa con brusquedad. Las ruedas de la silla recorrieron un metro escaso antes de que el sillón de lectura las obligara a detenerse. Se puso en pie y abrió la puerta que daba al balcón. Necesitaba aire.
    Hubo un tiempo en el que escribía con la misma naturalidad con la que respiraba. Ahora no era capaz de hacer lo primero y lo segundo le costaba, aunque al menos esto lo hacía por inercia pues seguía viva a pesar de que no se sentía viva.
    Apenas eran la seis y ya era de noche. El frío de febrero la cogió desprevenida y regresó al interior para buscar la bata. La había dejado encima de la cama. Sonrió un poco al ver que Covent la había encontrado primero y ahora dormía acurrucado sobre ella. Le dio pena moverlo y se sentó a su lado. Aun a riesgo de despertarlo, le acarició la cabeza con ternura.
    Covent abrió los ojos y la miró con aquellas pupilas redondas ribeteadas de oro que tanto amaba.
   —¿Qué me pasa, bebé? —preguntó en voz alta. No esperaba una respuesta, desde luego. Covent no era del tipo hablador—. ¿Por qué no puedo hacerlo? ¿A qué le tengo tanto miedo?
    Se sentía tan frustrada que deseaba llorar, pero las lágrimas se negaban a salir al igual que las palabras. Era como si hubiera perdido la capacidad para expresarse.
    Covent se irguió, se desperezó y se subió a su regazo. Apoyó la cabezota peluda en el pecho de su madre humana y comenzó a ronronear. Poco a poco, el ataque de ansiedad remitió.
    Veinte minutos después Bea regresó al comedor, pero ya no dispuesta a seguir intentándolo sino decidida a apagar el ordenador. «Lo lamento, melli, no puedo», pensó, y se sintió triste, y se sintió vacía. Era pronto para acostarse, podía leer un rato, o corregir algo. En lugar de apagar el equipo, cerró el procesador de textos y entró en Facebook. Tenía dos mensajes sin leer; uno era de aquella mañana, Athman le enviaba media docena de archivos para corregir, el otro era de Ana, lo había recibido hacía diez minutos.
    «Hola.
    Ya he llegado.
    ¿Te apetece ir a tomar algo?».
  No le apetecía, esa era la verdad. Acababa de beberse un vaso de refresco y la cosa del estómago le iba a impedir ingerir nada; además, ya era de noche y hacía frío, y la idea de vestirse y salir a la calle le daba una pereza enorme. Si Ana hubiera propuesto ir a verla, le habría dicho que sí sin dudar; pero hacía dos años que no subía a casa, desde que descubrió que era alérgica al pelo de gato. Por eso siempre quedaban fuera, en algún bar. Y era irónico que tuviera que ser así, porque Bea se pasaba la mayor parte del día en el restaurante y lo que menos deseaba al terminar de trabajar era meterse en otro sitio lleno de gente y de ruido. Pensó en los relatos que le había enviado Athman y estuvo a punto de utilizarlos como excusa para no tener que moverse del sillón. Luego maldijo su propia pereza. No tenía muchas ocasiones de ver a su amiga, porque trabajaba en Barcelona y no bajaba a Lérida todos los fines de semana, y cuando bajaba no siempre llegaba tan temprano como esa tarde, o tenía otros planes con otros amigos. Haciendo cuentas, recordó que habían pasado cinco semanas desde la última vez que fueron a merendar. Si le decía que no por pereza, quién sabía cuándo podrían volver a reunirse.
  Tecleó una respuesta afirmativa, apagó el ordenador y fue a su dormitorio a vestirse.
   Media hora después se sentaban a su mesa favorita del Guillermo. Hacía demasiado frío para pasear.
    Briggite se acercó a ellas con una sonrisa, las saludó —«Hola, chicas», y esto les encantaba, porque ya no eran precisamente jovencitas— y les preguntó si tomarían lo de siempre. Y para qué cambiar cuando lo conocido funciona y te aporta seguridad y bienestar. Mientras esperaban sus bebidas, Ana le contó cómo iban las cosas en su trabajo. Después le preguntó cómo le iba a ella.
    Ana no era especialmente habladora, en eso se parecía a Covent, y también en el hecho de que su presencia siempre la reconfortaba. Era la primera amiga que había hecho en esa ciudad y la única que se había quedado cerca cuando todos los demás fueron desapareciendo. Siempre estaba ahí, incluso cuando no estaba físicamente, y por ese motivo Bea le había dado una copia de la llave de su casa a pesar de que en el trabajo le dijeron que lo sensato era que la tuviera una de sus compañeras, por si le pasaba cualquier cosa. No les dijo que, si le ocurría algo, no deseaba que nadie que no fuera Ana tuviera acceso a sus cosas; no les dijo que no confiaba en ninguna de ellas. No confiaba en casi nadie, en realidad. En el trabajo guardaba las distancias tanto con sus compañeras como con los clientes, y no permitía que nadie traspasara la barrera invisible que había levantado hacía años para protegerse del mundo. Ana era la única persona con la que se sentía a salvo, y por eso nadie la conocía como ella, y con nadie se atrevía a mostrarse tal cual era, sin corazas ni camisetas de chica dura que ocultaran su vulnerabilidad y sus inseguridades.
    Ana era la única a la que podía confesarle que había vuelto a tener un ataque de pánico y una crisis de ansiedad.
    —Me han propuesto un reto —le dijo mientras Ana untaba mayonesa en el pan de su bratwurst.
    Su amiga la miró un segundo.
    —¿Quién?
    —Mellizo.
    Ana asintió levemente, en un gesto que parecía decir «Ya veo». Apoyó la cuchara con la que había estado esparciendo la mayonesa en el borde del plato de las patatas fritas y tapó su bocadillo.
    —¿Qué tipo de reto?
    —Quiere un relato mío. —De nuevo ese gesto. «Ya veo». Bea esbozó una mueca que no llegó a ser sonrisa y que parecía pedir disculpas—. Para una antología.
    Ana cogió su bratwurst y lo mordió. La miró mientras masticaba.
    —¿De qué va?
    Con la boca llena, la pregunta sonó a reproche. Bea se encogió de hombros.
    —Bueno, ya sabes que hemos hablado muchísimo durante los últimos meses, y supongo que en alguno de los mensajes le dije, o él creyó entender, que no sé decir que no a un reto, y pensó que si me proponía uno me animaría a volver a escri...
    —Que de qué va la antología —la interrumpió Ana. Lo habría hecho antes, pero tenía que tragar primero.
    —Ah. —Bea emitió una breve risita nerviosa—. De terror en familia.
    —Pues escribe sobre una cena navideña —sugirió Ana muy seria.
    Esta vez Bea rió con ganas. No era eso lo que tenía en mente, y se lo dijo.
    Ana volvió a asentir para sí. Si tenía otra cosa en mente, era que había aceptado escribir ese relato, y el simple hecho de que se lo planteara ya era una buena noticia. Ella había leído varias de sus novelas inéditas y era una entusiasta seguidora de las Historias de Thèramon que Bea había estado compartiendo en su blog durante todo 2011, y quería más, pero desde lo de Jordi su amiga parecía haberse olvidado de sus lectores y no había vuelto a escribir nada nuevo. La novela que había publicado en septiembre del año anterior era una de las inéditas que tenía guardadas en el cajón, y las valoraciones positivas que había cosechado hasta el momento deberían haber sido motivación suficiente para que la muy boba se dejara de excusas y siguiera escribiendo sobre su mundo de dragones, sin embargo no la habían hecho reaccionar. Tal vez necesitaba una colleja, pero una propuesta como la que le había hecho Antonio podía ser incluso más efectiva, y sin duda menos dolorosa.
    —¿Y qué le has respondido?
    —Que no. —Bea agachó la cabeza y clavó su mirada en el bratwurst que se había quedado en el plato a medio comer—. Que no puedo.
    Ana resopló de forma imperceptible.
    —¿Y él qué ha dicho?
    Bea alzó la cabeza, la miró a los ojos, desvió la mirada e inspiró hondo.
    —«Claro que puedes, Melliza. Yo creo en ti».
    Ana gritó un «Olé» dentro de su cabeza. Había conocido a Antonio en la Expocon de Zaragoza el pasado septiembre y se había llevado una buena impresión. Ahora le caía incluso mejor.
    —Y ya has empezado ese relato, supongo.
    —Eh... no.
    —¿Cómo que no? Acabas de decir que tenías una idea de lo que querías contar.
    No lo había dicho con esas palabras, pero no importaba. Ambas sabían que lo había dicho.
    Bea le habló entonces de su idea. La describió con tanta precisión que a Ana le resultaba imposible creer que no la tuviera ya escrita. También le maravilló el hecho de que, pese a que afirmaba que no podía escribir, la terca de su amiga se hubiera decantado por hacer un fanfic de la obra de Lovecraft. Así, con dos cojones.
    —Vale, a ver: tienes la idea clara, has aceptado el reto y tu mellizo tiene fe en ti, y ¿cómo es eso que dicen en Thèramon, que la fe es la fuente de la creación?
    —El amor es la fuente de toda creación —la corrigió Bea de forma automática—, y la fe es la fuente de todo poder.
    —Así que si amas y crees...
    —Pero ya no creo, Ana, no creo en nada. Ni en el amor, ni en la magia, ni en las personas, ni en mí misma.
    —Así que ni siquiera lo has intentado —la acusó su amiga.
    —Lo he intentado —aseguró Bea—. Te lo juro, llevo días intentándolo. Pero cuando me pongo al teclado me entra el pánico y me dan ataques de ansiedad...
    Le explicó cómo se sentía cuando se enfrentaba a la hoja en blanco e intentaba ser más fuerte que el miedo. No sin vergüenza, acabó confesando que era un fraude y que lo mejor que podía hacer, por su salud mental, era olvidarse de la escritura. Ana suspiró y apuró su refresco. Estaba luchando contra el impulso de darle esa colleja.
    —Tu mellizo cree en ti. Los lectores de tu blog creen en ti. Los que han leído tu novela y te han dejado ese montón de estrellitas en Amazon creen en ti. Puñetas, esa novela se coló en el top cien de los más vendidos el primer día, y acaba de recibir un premio de una web de literatura romántica —le recordó con orgullo de mejor amiga—. Pero tú prefieres creer que no sirves para esto y tirar la toalla. Pues, para que lo sepas, no eres un fraude, eres imbécil. Y te diría cosas peores, pero me las callo porque te aprecio aunque no te lo diga porque yo no soy de las que dicen ese tipo de cosas.
    Bea esbozó una sonrisilla.
    —Jodida capricornio fría e insensible —la atacó.
 —Jodida capricornio terca e insegura —le devolvió Ana el cumplido.
    Rieron juntas.
  —Lo que más me flipa es que, para ser que normalmente hay que sacarte las palabras con sacacorchos, acabas de dar un discurso —dijo luego Bea, y su sorpresa era auténtica.
    —Bueno, tenía que dejar de pensar en la colleja que estaba a punto de darte.
   Bea sintió ganas de abrazarla. No lo hizo, no obstante, pues estaba en su naturaleza reprimir cualquier muestra física de afecto.
     —Lo paso muy mal cuando me da el pánico y me vence la ansiedad —dijo después, y por un momento pareció una niña muy pequeña y no la mujer de cuarenta años que era.
    —¿Y recuerdas cómo te sientes cuando las palabras fluyen y creas mundos?
    La expresión desvalida de Bea se transformó en una de auténtico júbilo, todo sonrisa soñadora y ojos brillantes. Esa expresión decía a gritos que amaba escribir por encima de todas las cosas, y que jamás podría renunciar a ello, aunque le costara toda una vida volver a hacerlo con la naturalidad y la pasión de los viejos tiempos.
    —Exacto —dijo Ana, y se remangó para mirar su reloj; no eran las nueve y media todavía, pero Bea trabajaba al día siguiente y se acercaban a su hora de irse a la cama. Además, el local empezaba a llenarse, algo que incomodaba a ambas. Le hizo un gesto con la cabeza, Bea asintió y ambas se pusieron en pie—. Dile a tu mellizo que aceptas el reto. Dile que lo harás, y no tendrás más opción que hacerlo, con o sin pánico. Podrás ser una boba llena de inseguridad y de excusas, pero jamás has faltado a tu palabra ni has dejado una promesa sin cumplir.
    Se acercaron a la barra para pagar. Le tocaba a Ana. Guillermo levantó la vista de la plancha y las despidió con una sonrisa. Salieron al frío de la noche. Caminaron en silencio hasta la esquina en la que se habían encontrado, se despidieron con un abrazo y Bea susurró «Gracias» antes de enfilar su calle. Ana sonrió mientras la seguía con la mirada, esperó hasta que alcanzó su portal y por fin echó a andar calle arriba.
    Cuando llegó a casa, le mandó un mensaje al WhatsApp:
    «Ya en casa.
    Descansa.
    Yo creo en ti».
    Tras leerlo, Bea abrió la aplicación de Facebook y le mandó un mensaje a Antonio:
    «Mellizo, voy a darte el mejor relato de la antología. Abrazo. TQ».
    Cuatro días después, el relato estaba en marcha.

Este fue el relato, por cierto. Quizá no el mejor de la antología, pero sin duda un relato maravilloso (a mi juicio y al de los que lo leyeron en su día)



    

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