No sé si sigues por
aquí. Ha pasado mucho tiempo desde mi última visita a este lugar, y
aún mucho más desde que contaba cosas que podrían resultarte
interesantes. Y no me refiero a novedades literarias, aunque sé que
esas siempre te han alegrado. Hablo de cosas importantes como el
deseo, la esperanza, el entusiasmo y la fe. ¿Recuerdas los primeros
años de vida de mi primer blog? Hablo de Historias de Thèramon,
donde nos conocimos. Qué abandonadito lo tengo, dioses, y qué
tristeza siento al pensar en aquellos días, cuando recorríamos
juntos un camino lleno de baches convencidos de que nos iba a llevar
a un destino fantástico. No sé si eres uno de los compañeros de
viaje que cumplieron sus sueños y avanzaron o si, al igual que yo,
perdiste la fe en algún momento y te detuviste en el arcén a
recuperar fuerzas o a librar una batalla contra la Oscuridad. Sea
como fuere, si nos conocimos allí, hace ya la friolera de once años,
tal vez recordarás que entonces te dije que todo tiene su momento.
En otra vida, antes de
que mi mundo se volviera del revés y aterrizara en este rincón de
la blogosfera, solía decir lo siguiente: «Los sueños se cumplen
cuando les llega el momento, pero hemos de ser constantes, trabajar
por ellos y no perder la fe en nosotros mismos». En el año 2011,
tras salir de una muy mala experiencia personal y reencontrarme con
un espíritu afín que me recordó lo que yo había sido y lo que aún
deseaba ser, recuperé el deseo y la fe que había perdido por el
camino y fui lo bastante ingenua como para autoconvencerme de que el
momento había llegado. Esa declaración de intenciones
todavía aparece bajo la foto de mi avatar en el blog:
«Los sueños se cumplen cuando les llega el momento. Y el momento es
ahora».
Podía haberlo sido, de
hecho, si no hubiera sido tan ignorante, porque tenía la constancia,
la voluntad, el deseo, la fe y las herramientas necesarias para
escribir una historia fantástica y maravillosa, y la ilusión para
buscarle editorial o publicarla por mi cuenta. Pero me faltaba algo,
no sé si llamarlo experiencia, tal vez decir sabiduría suene muy
pretencioso. Si hubiera sido sabia entonces, no me habría lanzado a
afirmar aquello con tanta alegría. Porque no era el momento. Porque
no estaba preparada para cumplir esos sueños.
Once años después, y
con varias nuevas experiencias malas en la mochila, he comprendido
que ni el deseo, ni la fe, ni la constancia, ni el trabajo duro van a
ayudarnos a cumplir nuestros sueños si no estamos preparados para
vivirlos, o para recibir las recompensas. Porque, verás, a veces el
momento llega cuando menos fuerte te sientes, cuando menos esperanzas
tienes, cuando más jodido te encuentras. Cuando la mochila cargada
de lastre psicológico y emocional pesa tanto que ya no tienes ni
ánimos ni energías ni valor para seguir llevándola a cuestas.
Cuando te hallas dentro de un túnel y no ves un resquicio de luz a
lo lejos. Cuando has tocado fondo. Sí, a veces el momento llega
cuando lo has perdido todo... y descubres que, puesto que ya no te
queda nada que perder, ya no tienes miedo. Ni al futuro, ni a lo
desconocido, ni a la Oscuridad, ni a la muerte. Ni a vivir.
Covid me enseñó que hoy
estás y mañana quién sabe. Se llevó la esperanza, el entusiasmo,
el deseo, las ganas, pero dejó una valiosa lección. No sé a ti,
pero a mí me ayudó a cambiar tanto las prioridades como la forma de
ver. El mundo, a mí misma. Los retos que culminaron con la
publicación de Laudaner me hicieron comprender que no tenía
un bloqueo literario, pero saber que las musas seguían activas y que
yo conservaba las herramientas necesarias para seguir escribiendo no
hizo que volviera a escribir. Lo he intentado desde entonces, lo he
intentado varias veces, he empezado nuevas historias, he rescatado
novelas viejas con la intención de limpiarles la carita para que
pudieran ver la luz, he abierto los diversos archivos de Thèramon
pensando que no podía avanzar con ninguna otra historia porque lo
que mi corazón me pedía era que volviera a casa, junto a mis
dragones. Incluso he intentado escribir a cuatro manos, esperando
encontrar la motivación y la voluntad necesarias en la motivación y
la voluntad de un compañero de letras.
Nada ha funcionado,
porque el bloqueo seguía ahí. Uno no literario, insisto. Uno que me
tenía dentro de un bucle destructivo del que no sabía cómo salir.
Porque no tenía un destino, ningún lugar al que ir, porque ni
siquiera veía el camino, porque no era valiente para dar el primer
paso y crearlo. Porque a la Oscuridad interior contra la que llevo
media vida luchando se había unido otra, externa, compuesta de
varios colores que no surgían de mí pero que me contaminaban,
borrando el rosa que me define, el que representa todo aquello que
fui antes de empezar a vestirme de grises y negros, el rosa que
identifico con la inocencia, la ternura, la belleza, la esperanza,
los sueños, la fe, la libertad. Llevo muchos años rodeada de verdes
ponzoñosos, de grises asfixiantes, de roja envidia, de dorada
hipocresía, de negra malicia. Traté de rodearme de rosa, en un
intento de conservar el poco que pudiera quedarme dentro: rosa en mi
ropa, en mis complementos, en mis accesorios, en mi casa. Tuve un
amigo que solía decirme que parecía la princesa chicle. Esto fue
allá por 2012. Ya entonces las cosas estaban mal, ya entonces sabía
que la Oscuridad que me estaba venciendo no se hallaba únicamente
dentro de mi cabeza o de mi corazón.
En un intento de
enfrentarme a aquella nueva Oscuridad, comencé a escribir una
historia de terror apocalíptico en la que la protagonista se
enfrentaba a dos tipos de monstruos, unos tangibles y otros
metafóricos. A medida que esa historia iba creciendo, me di cuenta
de que los monstruos que la acechaban tras las puertas cerradas eran
la metáfora, y que la historia en sí se había convertido en una
especie de papelera en la que arrojar toda la basura emocional que me
mantenía bloqueada. Utilicé la narración en primera persona para
vomitar rabia, bilis, indefensión y miedo, y situé a mi
protagonista en el escenario que mejor conocía, y rodeada de los
personajes que emitían aquellos colores que, mezclados entre sí,
conformaban aquella otra Oscuridad que poco a poco iba consumiendo mi
rosa interior. El proceso fue catártico, pero también fue
traumático. Me costó tres años terminar esa historia porque la
dejé aparcada muchas veces, la última durante un año entero.
Siempre pongo corazón y alma cuando escribo, pero esta novela la
escribí desde las entrañas. Era tan yo que me acojonaba, y tan
metaficción que no podía sacarla a la luz. Porque los personajes
descritos eran reales, y estaban deseando ponerle las garras encima
para comprobar cómo los había caracterizado y hasta qué punto los
odiaba (sigh).
Y esas personas que
trasladé a mi ficción apocalíptica, a mi cubo de la basura
emocional, no necesitaban motivos extra para seguir amargándome la
existencia.
Desde 2012, las cosas han
ido a peor. Mi lugar de trabajo dejó de ser mi segunda casa para
convertirse en ese patio del colegio en el que los niños raritos,
los diferentes, los incomprendidos, sufrimos en silencio el desprecio
y el acoso de los populares, de los frustrados, de los mediocres y de
los violentos. La publicación de Laudaner me dio un respiro,
2019 fue algo así como mis quince minutos de gloria y llegué a
sentirme muy querida, pero no por mis compañeros de trabajo, sino
por los clientes que consiguieron devolverme la fe en mí como
persona (dado que todos compraron mi libro por el afecto que me
tenían) y como escritora (pues todos los que lo leían venían a
decirme que les había maravillado). De este éxito a pequeña escala
te hablaré otro día, así como de la decisión que he tomado
respecto a la novela de la que te estoy hablando. Antes de
presentártela de forma oficial quiero acabar esta explicación o
reflexión o lo que sea, porque necesito terminar de cerrar una
puerta antes de volver al camino y ponerme en movimiento. Rumbo a
Thèramon, o eso espero.
A lo que iba. Tras un año
de entusiasmo desmedido que no supe dosificar, que me desbordó y me
dejó vacía con la llegada de Covid, con el confinamiento, el cierre
de la hostelería que me tuvo incomunicada tres meses, las
posteriores restricciones que convirtieron la vuelta al trabajo en
una montaña rusa de emociones que no supe gestionar, pues tan pronto
me hallaba entusiasmada por volver a ver las sonrisas que me
motivaban como desmoralizada al verme tratada como si fuera el último
mono de la empresa, agobiada por la falta de trabajo (cuando sólo
nos permitían servir comida para llevar) o por el exceso (cuando por
fin nos permitieron abrir al público y tuve que hacer mi parte y la
de las compañeras que todavía estaban en el erte), me vi de nuevo
convertida en blanco (más que de costumbre) de las frustraciones de
unos, de la desidia de otros, de la mala folla de los tóxicos,
aguantando gritos, menosprecio, bullying o mobbing o maltrato sin
más, temiendo y a la vez deseando que me echaran, pues su forma de
tratarme era indicador de que no me querían allí, dudando de que
llegaran a hacerlo después de quince años en la empresa, cayendo
poco a poco en una depresión que me mantenía dentro de ese bucle
autodestructivo, anclada en mi zona de confort que era de todo menos
confortable, convertido mi dragón interior en una mera lagartija,
más hundida de lo que había estado durante lo que llamo los Años
Oscuros, de nuevo sin sentirme viva y de pronto sin deseos de vivir.
Y no podía pedir ayuda,
porque no sabía, porque no tenía a quién pedírsela, porque estaba
tan bloqueada que ni siquiera podía hablar de cómo me sentía.
Mi cuerpo habló por mí.
Un dolor insoportable que comenzó de repente y que me tuvo cuatro
días llorando (sí, yo, la que no llora nunca porque tiene un
estreñimiento emocional, llorando de puro dolor) mientras seguía
sirviendo mesas, dolor que no generó compasión entre mis jefes y
mis compañeros, por cierto, me hizo decir «Hasta aquí he llegado,
me largo de aquí». Que me estaba muriendo y que ya todo me daba
igual, y así se lo comuniqué antes de irme a urgencias. Me dieron
la baja, por supuesto. Y aproveché que estaba en la consulta de mi
doctora para pedir ayuda, creo que por primera vez en mi vida. Porque
puede que alguna vez haya pedido un favor para alguien, pero nunca he
sabido pedir nada para mí. La doctora me envió al psicólogo.
Era una mujer mayor, me
dio muy buena vibra desde el primer momento, me escuchó durante dos
horas, hablé y lloré como hacía años que no podía hacer. Luego
no volví a hablar. Permanecí en silencio mientras el cuerpo sanaba
y la mente trabajaba para superar la ansiedad. Sin sentirme culpable
por no poder trabajar, sin agobiarme por lo que pudieran pensar o
decir de mí, sin frustrarme por no ser capaz de expresar cómo me
sentía, sin forzarme a tomar una decisión mientras no me sintiera
preparada. Mientras diferentes especialistas me hacían pruebas para
localizar la causa del mal físico que me impedía volver a trabajar,
seguí viendo a la psicóloga. Durante aquellas visitas ella habló y
yo escuché, y aunque no me dijo nada que no supiera ya, sí que me
ayudó a reorganizar mis prioridades. Descubrí que lejos de aquella
Oscuridad tóxica la ansiedad desaparecía. Comprendí que no podría
volver a comunicarme hasta que cerrara esa puerta y saliera del
bucle. Supe que el momento se acercaba, y que esa pausa obligada era
la oportunidad que el Cosmos me estaba dando para que me preparase.
Debía curarme, y después ya estaría preparada.
Para enfrentarme al
miedo, a la página en blanco, al futuro incierto. Para volver al
camino. Para empezar a recibir todo lo bueno que me merezco. Para
volver a brillar. Para volar por fin.
Un año después de
aquello, habiendo aprendido ¡por fin! que yo soy lo más importante
de mi vida y que la salud, tanto la física como la mental y la
emocional, es más importante que un trabajo en el que no se te
valora, no se te aprecia y no se te cuida por bueno que seas en lo
que haces y por mucho que te dejes la piel y el alma en ello, he
mantenido aquel «Hasta aquí he llegado» y me he marchado. Con
miedo por el futuro incierto, pero sin miedo. Porque no sé dónde
voy a estar mañana, y no voy a preocuparme ahora de eso. Porque nada
puede ser peor que lo he he dejado atrás por fin. Porque al
convertirme en mi prioridad me he dado un poder que no recordaba que
me pertenecía, y ahora soy libre para ser yo misma, y soy fuerte
para seguir adelante, incluso comenzando de nuevo, que no de cero.
Pues ya no tengo lastre emocional en mi mochila, sino lecciones
aprendidas. Porque ya no me queda nada que perder.
¿He vencido al miedo?
¿He vencido a la Oscuridad? No lo sé, no me preocupa mucho. He
superado la ansiedad y la depresión, y después de un año
prácticamente desconectada del mundo he sido capaz de volver a
escribir desde las entrañas, una entrada para un blog que nadie va a
leer, vale, pero he desbloqueado eso que me impedía enfrentarme a la
página en blanco. Vuelvo a respirar, vuelvo a creer en mí, vuelvo a
sentirme fuerte y ya no cargo una mochila llena de lastre a las
espaldas. Ya puedo alzar el vuelo.
Ya puedo publicar esa
novela. Ya no me importa cómo vayan a reaccionar sus protagonistas
cuando la lean. Ya no pueden hacerme daño.
Si has llegado hasta
aquí, quiero decirte que se puede salir de la depresión sin
necesidad de pastillas. Que siempre vas a encontrar quien te escuche
y quien te comprenda y quien te apoye si te atreves a pedir ayuda.
Que debes pedir ayuda cuando no puedas seguir adelante tú solo. Que
la salud mental es tan importante como la física. Que incluso con la
crisis hay miles de puestos de trabajo, y que no debes tener miedo de
dejar el que tienes si en él te sientes desgraciado. Que tú eres lo
más importante de tu vida, y que debes cuidarte. Que debes amarte.
Que debes respetarte y hacerte respetar. Que nadie tiene derecho a
menospreciarte, ni a atacarte, ni a maltratarte, ni a hacerte sentir
una mierda. Que mereces todo lo bueno, todo el amor y todo el éxito
que seas capaz de soñar, y más aún. Que cuando comprendas esta
gran verdad y la aceptes, estarás preparado para recibir todo lo
bueno que mereces.
Todo ocurre a su debido
momento. Todo llega cuando estamos preparados para recibirlo. No
permitas que la Oscuridad te envuelva. La Oscuridad nos convierte en
monstruos. Los que llevan dentro esa oscuridad son monstruos que
devoran a los demás. Los que nos dejamos consumir por esa Oscuridad
que nos rodea nos convertimos en monstruos que destruyen su propia
alma. Lucha, por favor, y si no puedes vencer tú solo, pide ayuda.
La muerte también llega a su debido momento; no mueras en vida, deja
que los zombis se limiten a las historias de terror apocalíptico y
vive.